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Cuando el folclore también dijo mi nombre

  • Foto del escritor: Raíces Sonoras
    Raíces Sonoras
  • hace 6 horas
  • 4 Min. de lectura

En frente de Cabildo, después de las calles donde los carros y colectivos aún pasaban incesantes, se encontraban personas amontonadas, reunidas en un círculo, tal como si estuvieran a punto de iniciar un ritual. En el hueco de aquella figura geométrica se dio espacio a los bailarines y músicos, que después de la quietud empezaron a tocar los instrumentos y con ellos dieron paso a variados ritmos folclóricos argentinos.


Los ruidosos y reafirmantes zapateos producidos por los bailarines de la chacarera, en el 25 de mayo, me trasladaron a aquel ritmo tradicional colombiano llamado joropo. La resistencia y la reafirmación cultural lograda a través de estos movimientos no son limitados por fronteras.


En la chacarera y el joropo la necesidad de tener una expresión rítmica y armar una narrativa corporal son constantes. Estos me ayudaron a encontrar un símil que me acercó más a esos sonidos antes desconocidos para mí.


Sin previo aviso y con toda la intención, varias personas reprodujeron sonidos provenientes de lo profundo de sus gargantas, eran largos, agudos y vibrantes. Fue tan estruendoso, en medio del ya clásico y normal sonido de la ciudad, que provocó un escalofrío en todo mi cuerpo.


Lucía, con precaución de sacarme del trance al escuchar la música, me susurra al oído: “lo que acabas de escuchar se llama sapucay, este toma protagonismo en el chamamé”. Aunque no comparten el mismo nombre, lo que me produjo fue tan similar como el ayé que está presente en el currulao, música folclórica del pacifico colombiano.


Para ese momento, supe de inmediato que estos ritmos ancestrales y casi perpetuos no tenían confines y que la historia musical latinoamericana forma parte de un rompecabezas iniciado miles de años atrás.  


Las faldas de las damas y los sombreros de los hombres se movían rítmicamente al son de sus pasos, el rito de las fotografías para darle perpetuidad al momento y los aplausos parecían previamente acordados por nosotros los espectadores. A las mujeres les rodeaba un halo de gracia y determinación, los hombres de carisma e imponencia, disfrutaban de recibir la atención del público porque sabían que la merecían. Con palmas la gente acompañaba e incitaba a la continuación de aquel acto como forma de hacerles entender a los músicos y bailarines que su trabajo les estaba gustando.


Cuando pude acercarme al frente de las filas y tener una mejor vista de lo que estaba aconteciendo, pude tener idea de aquellos instrumentos que con su sonido nos atrajeron desde lejanas calles. Fueron ellos quienes, con ímpetu, nos avisaron que teníamos que cubrir ese acto de disrupción musical en medio de oleadas de gente yendo y viniendo, caracterizados por portar la escarapela en el corazón y masticar al unísono las frescas garrapiñadas.


Al acercarse el anochecer, con la caída del temporal sol y la intensificación del viento helado era tiempo de irse, y salir de aquella conmemoración anual por la revolución de mayo. Me subí al colectivo y pude reflexionar sobre qué tan cerca realmente estamos, a pesar de los kilómetros de distancia, entre Colombia y Argentina. Son los países que dan inicio y fin a Latinoamérica, son las puntas que parecen nunca encontrase, pero lo bueno del arte es que no está limitada por el espacio, ni el tiempo.


Días antes de esa jornada ya había tenido acercamientos con el folclore, unos casuales y otros intencionales. Desde escuchar a Don Hermes, el padre de Betty en Betty la fea, hablar con tanta vehemencia sobre su colección de tango y su devoción a esta música clásica argentina, hasta reproducir la playlist que tan insistentemente fue recomendada por mis compañeras y que hacía gala de un vasto repertorio de folclore.


Me pregunté si era adecuado acompañar el acto de escucha con un agua de panela caliente y en pijama a las 12:45 de la noche. Dubitativa, le di click para reproducirla. No habían pasado tantos minutos desde que me sumergí en ese desconocido mar, cuando las canciones provocaron un movimiento automático en mi pie derecho. Era el ADN musical latinoamericano: tun tun tun, iba sincronizada con los cambios rítmicos de la música.


“La sin corazón” fue la que el destino primero puso en mi camino. La introducción con los zapateos secos marcaba el despertar de la tradición, irrumpió la guitarra y le siguió el acordeón que en conjunto introdujeron la profunda voz del Chaqueño Palavecino. La melodía era alegre y enérgica pero también tenía algo de coraje, los versos son testigo de eso.


Después fue “Chacarera del violín”, este era preciso y salvaje, tenía la presencia predominante y solo después compartió el protagonismo con el canto de Néstor Garnica. Finalmente “La Zamba de mi Esperanza” que me trasladó a la música proveniente de los llanos colombianos. En calma y como un arrullo pude volver a ser una niña escuchando a su abuelo relatar las más asombrosas historias que vislumbraban sabiduría en toda la casa. 


Aunque en mi atrevida ignorancia pensé que no tenía ningún conocimiento sobre el folclore argentino, al pasar el tiempo y con él todos los eventos, personas y géneros que hemos conocido, me acerqué no solo a una nueva era musical, sino que reforcé la que ya estaba presente en mi contexto de migrante.


Pude un proceso de exégesis hacer, que se traduce en extraer el significado de un contenido dado y trasladarlo a otro contexto; para, finalmente, realizar la eiségesis, insertar las interpretaciones personales al contenido y hacerlo propio.


Seguramente nunca lo entenderé, ni lo sentiré completamente como alguien argentino, que se ha visto interpelado por esta música desde su nacimiento o desde los bailes obligatorios de la secundaria. Pero sé que ahora le he ganado una batalla más al desconocimiento, porque el paisaje sonoro que imaginaba ajeno también me atraviesa y me nombra. Ahora puedo afirmar que soy parte de las raíces sonoras que se entrelazan entre Colombia y Argentina.


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